Encontrarle el sabor a la derrota.
No siempre ganamos, es rebuscado intentar encontrar algo más sabido que eso. El punto no se encuentra en perder, sino más bien en cómo nos tomamos esa pérdida. Para ser sincera a nadie le gusta sentirse derrotado, en especial a mi. Me siento mal conmigo misma, porque no hice lo que hacía falta, porque actué mal o porque en ese momento las palabras más erróneas fueron las que escupió mi boca en una forma de impulso nervioso irreversible. En fin, por tal o cual motivo, no lo logré y es ahí cuando llegan los reproches, los famosos supuestos del estilo: ‘que hubiese pasado si…’, las preguntas, las respuestas que uno solo se responde y las conclusiones. Todo ahora se centra en esa maldita conclusión en la que suelo ser la responsable de todo lo acontecido aunque muy en mi interior sepa que la pelee con todas las armas que tuve a mi alcance. Aún así, no sirve, mi mente me expone como la principal y única causante de mi evidente derrota. ¿Y qué es lo que gano con eso? Nada, claro, si ya perdí. Ahora encima de perdedora me siento culpable.
Pero después de transcurrido un tiempo medianamente considerable la paz vuelve a restablecerse, cada cosa encuentra su lugar, se producen cambios y ahí estas vos, (o yo, o quien quiera que sea) agradeciendo ese instante en el cual perdiste abismalmente la lucha contra la vida, porque tomaste revancha y no te dejaste caer. Ganaste porque APRENDISTE, de eso se trata todo, de perder para luego ganar en una especie de rueda en la que a veces estamos en la cima y otras tantas (muchas para mi gusto) estamos abajo. Ese es el buen sabor que le encuentro a la derrota hoy en día: la experiencia, lo vivido, lo aprendido.
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